las malformaciones
Sentado, con las mejillas pegadas en el cristal de
la ventana empañada, debido al contraste de la frialdad de la calle y el
calorcito del comedor de casa, provocada por la obsoleta y oxidada estufa de
leña, releo la noticia en Twitter: "Los afectados por las malformaciones
de la talidomida se quedan sin las indemnizaciones que les tocaban ... ".
Si hace cuatro días la
farmacéutica alemana Grünenthal, había pedido perdón por haber
comercializado el fármaco de los años cincuenta que pretendía tratar las
náuseas de las embarazadas y, en cambio, provocó graves malformaciones en los
fetos.
De pequeño, me
obsesionaba la idea de las malformaciones. Me entristecía cada vez que veía
algún reportaje -pocos, la verdad- donde aparecían niños y niñas con alguna
deformidad. Me afectaba, me afectaba mucho. Y ahora, un tuit me ha puesto en
guardia otra vez.
Todos los Santos,
Omnia Sanctorum. Caminamos con la abuela Esperanza. Avanzamos por el camino
hecho con piedras que han allanado para la ocasión hasta el cementerio. En los
márgenes, zarzas con moras secas, flores de orégano medio consumidas y algún
hinojo despeinado. Fragancias que hoy día me transportan a la buena cocina,
pero que eran habituales en mi infancia.
Al otro lado de aquella puerta grande y negra vemos dos hileras de cipreses que hacen
de centinelas. Entramos al cementerio. A
los lados de aquellos pasillos que se me
hacen largos, muy largos y a cada paso más estrechos, caen encima mío los
nichos, aquellos agujeros que acogen
un ataúd y que siempre me han estremecido. Paso rápido, no quiero ni
mirar las grietas de las puertas de estas pequeñas habitaciones, por si acaso.
Primera parada: Un
ciprés. Depositamos un poco de lavanda. Siempre la misma rutina. Ninguna
explicación. Después, las flores en el nicho familiar, a cada lado de la lápida
con el nombre de familia –me estremece pensar que un día estaré yo-. Aprieto
los ojos muy fuerte. Un padrenuestro, el paseo por el lugar, y observar los
retratos de aquellos que han quedado difuminados en nuestra retentiva.
Volvemos. Hace mucho calor. Yo, como cada año, he estrenado el abrigo de
invierno. Me abrasa la nuca. Estoy sudando…
Finalmente el padre me
lo explicó. Allí, bajo el ciprés había enterrada mi hermana mayor. Había nacido
antes de tiempo, en casa, como casi todo el mundo entonces. La comadrona, la
señora María, no había podido hacer nada para salvarla. Aun tenía los deditos pegaditos. No habían tenido
tiempo de bautizarla. No tenía ni nombre! Demasiado tarde. Entonces, un
problema añadido. No la podían sepultar con el resto de la familia. Debía
quedar en un apartado del cementerio, allí lejos para los no cristianos, con
los suicidas. Una injusticia más para aquella pareja que habían esperado el
primer niño con toda la ilusión.
En casa teníamos una
diminuta tienda de comestibles. El padre cogió una caja de higos secos, la
vació e introdujo el diminuto cuerpo de la niña sin nombre. Con el corazón
roto, buscó la moto -una Ossa para ser más precisos- imperceptible en aquella
hora baja del mes de junio, cuando el calor había bajado y empezaban a
salir las sombras de la tarde. Saltó el
muro y enterró a su hija bajo el árbol más cercano al nicho familiar del
cementerio. Así había resuelto la injusticia de la iglesia de los años
cincuenta. Como "Antígona", había tenido que decidir entre las leyes
del corazón y las de los hombres. Hay que querer mucho para hacer un acto de
tal proeza en aquellos tiempos!
El origen? El médico
del pueblo, acompañado del practicante, había vacunado hacía unos días a los
trabajadores de la fábrica de Can Roura. Como consecuencia, habían muerto dos
bebés de dos mujeres embarazadas. Una, mi hermana. No pasó nada. Ninguna
investigación. Nadie buscaba culpables. Ahora, después de leer la noticia,
sospecho. Pudo ser la Talidomida?
No fue así, pero lo
cierto es que a las doce del mediodía le administraban la vacuna de la gripe, y
a las tres nacía la niña, que no estaba formada del todo pero respiraba y
lloraba. Mientras la madre se iba amarilleando –el hígado, quizás? -, La niña
perdía las constantes vitales. Era su primera hija.
Tenía que investigar
qué había pasado y lo primero que hice fue preguntarle a la madre. Parece
mentira, pero había olvidado muchos detalles. La niña había nacido en el
séptimo mes...
Si suponemos que había
una epidemia, encontraremos el motivo por el que las autoridades habían
decidido vacunar a todos los trabajadores de Can Roura, la fábrica más
importante de Sant Miquel, mi ciudad. Conocemos que la influenza es una
enfermedad contagiosa, de transmisión respiratoria, producida por diferentes
virus que tienen gran facilidad para modificar su estructura. Es por ello que
era comprensible la vacunación masiva.
Además, la gripe estacional aparece en
los meses gélidos, de octubre a abril en nuestro hemisferio; por lo tanto, era
probable la información de la madre ya que la niña había nacido en este
periodo.
Recientemente se han
conocido unas muertes sospechosas en Italia a causa de una vacuna. Estas se
produjeron cuarenta y ocho horas después de que los pacientes la hubieran
recibido. Quién nos dice que las trabajadoras que perdieron sus criaturas no
sufrieron una experiencia análoga!
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