DUDO, LUEGO EXISTO.




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Me levanto temprano,  demasiado temprano para la hora en que me fui a la cama. Voy directa a la cocina, siento hambre, pero antes levanto la persiana de la ventana del salón, es la más alejada de los dormitorios y no molestaré a nadie. Me quedo mirando por ella y me admiro de lo que veo. El alba apenas perceptible. Unas nubes negras allá en el horizonte hacen pensar en una cadena de montañas. Más arriba el pedazo de luna menguante brilla con su coro de estrellas alrededor. Dejo la ventana y me dirijo a la cocina. El reloj dice que son las siete quince minutos. Vuelvo a pensar que es demasiado temprano. ¡Caramba!  Sólo he dormido cuatro horas escasas y no tengo sueño. Debería volver a la cama, pero no sé qué hacer. Dudo y mientras dudo voy buscando algo que comer; nueces y fruta desecada no me perjudicarán aunque me meta de nuevo en la cama.

No quiero dormir, tampoco estoy segura de si quiero quedarme levantada, luego tendré sueño. Mientras, cojo un cuchillo, me siento en la silla de anea que hay delante de la mesa de la cocina y empiezo abrir las nueces —sólo comeré tres o cuatro con la manzana desecada. Luego me vuelvo a la cama. Mastico con placer. El sabor de las nueces acompañado de la manzana deshidratada me sabe rico. Miro hacia la ventana. Pocos minutos y veo la luz naciente del nuevo día. El sol se adivina por el fuego que recorta las nubes ahora más deshilachadas. A la vez, desaparecen poco a poco las estrellas y la luna disimula su contorno en el pedazo de cielo azul. Hoy hará un precioso día soleado, aunque frío —pienso.

Tengo que volver a la  cama —decido— esta tarde estaré muy cansada y me dolerá la espalda más de lo habitual. Me dirijo a la habitación pero la respiración acompasada de mi pareja me frena, temo despertarle y me vuelvo a ir al salón. Ahora, lo que observo a través de la ventana es medio globo solar saliendo del mar y de las nubes que le impiden el paso. En menos de dos minutos la bola de fuego me ciega, inmensa, impresionante. Reflexiono... Lo cotidiano nos pasa desapercibido. Lo vemos, pero no lo miramos. Es una pena. Sigo pensando que aún es tiempo de dormir un ratito, son las ocho, y es sábado. ¿Voy a la cama o no? Siempre he sido así de indecisa, hasta las decisiones más cotidianas me hacen dudar. Esta manera de ser me pesa como un fardo de mil kilos a la espalda.


 Finalmente decido ir al portátil, a ver si a estas horas de la mañana soy capaz de escribir algo. Me siento. Mientras tecleo unas palabras al tun tun, mi cabeza vuela como de costumbre: Mañana he de tomar una decisión seria. He de acudir a la cita con mi hermano —él me lo pidió— ¿Me pasará lo de siempre? ¿Iré o no? Le he dicho que lo pensaría. ¿Por qué digo siempre que lo pensaré si luego sé que me pasa esto? No tendría que haberme comprometido. No quiero ir. Desde la enfermedad y muerte de mi padre, no nos comunicamos. Y yo quiero a mi hermano, pero lo que hizo no tiene perdón. Oigo una voz que me dice: No vayas. Siento otra que me dice: Ves. ¿Qué puedo hacer? ¿A quién pido consejo? A nadie le importan las cosas familiares y yo he de tomar una decisión.

Algo, una especie de calor intenso me hace levantar la vista del portátil; es la luz que baña el espacio en el que estoy escribiendo. El sol ya está completamente fuera, me ciega. Me levanto de la silla y doy unos pasos hasta ver cómo luce después de días de lluvia, nieve y viento huracanado.
Ya no voy a la cama; son las nueve.
Una cabeza con el pelo revuelto y los ojos hinchados aparece en el salón.
—Buenos días, querida. ¿Hace mucho que te has levantado? No —respondo girando la cabeza. Le miro sonriente y añado: Buenos días, cielo.
Una voz dentro de mi cabeza, pregunta: ¿Estás segura de que debes llamarle, cielo?

M.G. (10/02/2018)

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