El desván

Escola industrial de Barcelona 


H
oy subí al desván, hacía años que no lo hacía.
Abrir esa puerta es como deslizarse sin querer hacer ruido en el pasado, pero no el propio sino el compartido por toda la familia, lo cierto es que uno tiende a imaginar un desván de forma algo abstracta, telarañas, muebles cubiertos de polvo, o cubiertos con una sábana y poca luz…
       Siempre pienso en aquello que decía un  profesor que   yo tenía: “ahí van a parar los recuerdos que uno desearía olvidar y jamás atreve a tirar”.  

       Siempre me ha dado cierto repelús ver las cosas cubiertas con una sábana. De hecho pienso que es una forma todavía más cruel de abandono, viene a ser como decir: “Estás ahí, te he arrinconado pero no quiero ni verte”.
En realidad no sé porque he venido, me dio quizás un ataque de nostalgia, la sensación de querer permanecer en mi pasado como si mi presente fuese a perderse de un momento a otro. No suelo dejarme llevar por todo esto, pero necesitaba respirar y sabía que aquí el aire nunca será rancio, ni de olvido, ni de muerte, ni de naftalinas, ni de viejo… Será tan sólo aire de mí mismo, y de muchas cosas de mi vida familiar, dejando espacios llenos de respiraciones, rastros apenas perceptibles que se fundirán con la ocupación de nuevos rastros.

Sé lo que busco a pesar de que intento hacer como si no buscara nada, como si fuera casual el encontrar la vieja  caja de lata donde guardábamos trocitos de galletas, de cromos de aquellas colecciones maravillosas, de piedras de vidrio, de cristales de mar de color verde y azul. No sabíamos de erosiones, solo sabíamos que el mar nos las traía hasta  la arena de la playa.   Me gusta abrirla, aunque cueste de hacer, aunque se padezca. Padecemos porque desconocemos, ignoramos porque nos acomodamos, mientras  nos hacemos viejos  sin haber apreciado todo lo que nos fue regalado.

 Lo malo o lo bueno de sacar algo a la luz, es que al devolverlo a su lugar de origen nos topamos con otra cosa, que bien puede ser mejor como también mucho peor. Pero que ahí está, sin más, como si me esperase. Está junto a unos billetes de autobús que la gente me regalaba porque eran “capicúas”  y decían que traían suerte. Aun hay uno colocado entre  las páginas como si fuese un punto  de libro. De aquel libro que escribí con tanto cariño de todas las cosas que había aprendido. No había un  libro como aquel para aprender, no era el mejor pero con toda seguridad aprendías el porqué un pájaro no muere cuando se posa en un cable de alta tensión teniendo en cuenta la alegría con la que los pájaros se posan sobre ellos.

Sin embargo está en el rincón porque unos señores dijeron que no había mercado para él. Qué ironía, un “capicúa” que trae suerte entre unas páginas de un libro que no tiene mercado.

De niño solía correr bajo la lluvia. Mi madre se enfadaba y decía que podía coger una pulmonía con el frío que hacía, pero yo sabía que no hablaba de frio sino de zapatos…
El “balancí de la iaia” aun se mueve. Me siento en él. Es increíble como resiste a pesar de estar invadida por la carcoma. Me gustaría poder acercarme a la ventana, oigo como llueve, me encantaría sacar la mano para que cayeran algunas gotas entre las rayas de la mano, pero aquí, en el desván no hay ventanas. Llueve, me acuerdo de ti.

—Aquí para el autobús que va hasta Rocafort?
—Si, acaso vas hasta la Escuela Industrial?
—Si, me quiero apuntar. Y tú?
—Yo también. Que quieres hacer?
—Quiero ser electricista, como mi padre que trabaja en los tranvías. Y tú también quieres trabajar de electricista?
—No lo sé. Solo es que me gusta la electricidad, el porqué de ella… Ya veremos...

Ya no nos vimos hasta septiembre. Los dos habíamos superado el examen e íbamos a la misma clase. Bajábamos juntos en el mismo autobús y con nosotros muchas chicas de la Facultad de Medicina. Ellas hablaban de sus cosas y nosotros  creyendo que nos haría más hombres fumábamos y no nos preocupaba decir cualquier “taco” Hasta nos gustaba, pero nunca nos metimos con ellas, al contrario. Recuerdas a una de ellas, la más callada, la que miraba al suelo si la mirábamos, la que ponía las manos como si se quisiera defender de algo…
No sé si me gustaba o solo quería saber los motivos que tenia para actuar de aquella forma. Yo trataba de acercarme a su interior, pero sus amigas decían que no le gustaban los chicos. Que no quería que nadie le diese un beso. Que tenía recuerdos muy desagradables…

Al cabo de mucho tiempo una de ellas me dio un papel que decía que se iba de España. Que la odiaba. Y me daba las gracias.

—Que llevas aquí?
—Nada que te importe.
—Es una revista porno, enséñamela, coño?
—No, están prohibidas, ya lo sabes, joder!
—Déjamela ver, aquí no está la  Social
—Toma, pero no la dejes a nadie.
—Ya sabes que no lo haré,…muchas gracias!
Sigue lloviendo y sigo meciéndome. Con el vaivén de la mecedora se agolpan las cosas.

—Que tienes en el brazo?
—Nada, porqué?
—Porque tienes un bulto. Qué te pasa?
—Déjame en paz, hostia!
—Ves al médico.
—No!
—Ves al médico, no ves que no es normal…
—Que me dejes, hostia!

Y sin saber cómo, de repente las urgencias.
Todo se precipita. Visitas y  preguntas sin respuestas, más visitas, menos respuestas. Un ingreso. Vengo a verte y tus padres llorando...

Yo estudiando y trabajando en otra ciudad y tú en un hospital.
Que difícil tiene que ser estar tan enfermo.
Que difícil se me hace no tenerte, estudiar en otro lugar que aunque lo tengo como familiar no es igual.
Cuando llamo a tus padres para preguntar por ti no me atrevo a decirles que salgo con una chica vasca, sería como una burla, no por la chica, sino porque su hijo no podrá tener novia, además no creo que llegue lejos…no lo sé. Tiene demasiado dinero para mi gusto.

Me acuerdo mucho de la chica que se fue de España, no sé porque lo hizo, pero yo también quisiera hacerlo. La gente que vive en otros países es libre. Quien sabe cuando lo seremos nosotros. Cuando falta la libertad falta todo.
Tus padres dicen que no podrás trabajar de lo que querías. Lo siento de verdad, tú que querías ser electricista como tu padre que trabajaba en los tranvías.

Ahora que estoy sentado en el “balancí de la iaia”  veo por la ventana de la vida que los años han pasado. Muchos años y muchas cosas, pero aquel mueble viejo y medio carcomido me hace recordar mi pasado. Sé que llegará un día en que la mecedora con el respaldo y el asiento de rejilla  se romperá o perderá importancia, o quizás incluso desaparecerá, porque todo tiene un final, como el nuestro, y será entonces cuando se borran los recuerdos.
Ya me voy, cierro la caja de las galletas y el libro. El capicúa seguirá entre sus páginas y  el “balancí de la iaia”  no dejará de moverse.

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