LA MISERIA
Que diferentes somos, siendo como somos huéspedes de un mismo planeta. Que
solidez la de nuestra especie que se prolonga hasta parecer inagotable,
reincidiendo en los mismos errores y justificándolos.
Nacimiento y muerte nos convierten en hermanos, los clanes familiares nos
arraigan en el amor, multiplicando las genéticas haciéndolas interminables.
Las distancias entre unos y otros nos convierten en desconocidos, allí
donde el roce no llega la indiferencia es palpable; nada queremos saber de lo
que ocurre más allá de nuestros confines, si acaso, estar informados, para
poder comparar entre mundos de primeras, segundas y terceras categorías, donde
clases pobres, medias y altas conviven de forma incivilizadamente.
Estando tan ocupados como estamos en hacer nuestros deberes, aplicando la
disciplina que dicta la sociedad, no nos queda tiempo para sugerir un modelo
mejor de asfixia, una manera más justa de hacer que los pulmones no se sientan
obligados a respirar el oxigeno que les robamos a otros.
Nuestros problemas conviven paralelamente con los problemas ajenos, siendo
todos provenientes de un mismo origen. La lucha por la supervivencia.
Vivir no es tan difícil, todo depende de los ajustes y medidas que le
exijamos a nuestra existencia.
Tenemos tanto de todo y sigue pareciéndonos que algo nos falta; es un vació
que se crea cuando la resaca del aburrimiento por lo que tenemos convierte lo
excepcional en monótono, lo imprescindible en inútil, en algo que en su día nos
agotó el cuerpo y obligó al hígado a trabajos forzados para obtenerlo.
Tenemos el monopolio de las crisis. Las nuestras nos atañen personalmente y
siempre lo son más que las de los otros, que en vez de crisis lo llamamos
miseria.
La miseria es un estado humano que
degrada al ser hasta el suburbio de la decadencia inmoral, con el
consentimiento digno del resto de humanos que aceptan en otros ese estado,
excusando que es un ajuste de cuentas entre especies para permitir el
equilibrio de unas mediante el despojo de otras.
Ya tuvimos nuestras guerras, ya superamos nuestras miserias.
Los tiempos nos dan la razón...de
algo sirvió tanto cadáver anónimo en las cunetas, algo bueno dejaron los
excesos de patriotismo, los ideales sin ideas propias, los dictados en la
escuela que nos obligaron a la renuncia personal de nuestros principios para
adaptarnos a los fines de un dictador. El tiempo lo cura todo, restablece el
orden por dentro y por fuera. Todo es abundancia y prosperidad.
Pero la decadencia, por designio, es un estado que sigue a la abundancia,
un círculo en espiral que nunca encuentra sus dos cabos para cerrarse
completamente.
Y a ese reajuste económico y moral lo llamamos crisis.
De las grandes crisis nacen las dictaduras. Hay que restituir la moral y el
ánimo perdidos. Las masas se unifican, se alborotan, muestran sus garras a
través de los guantes de camuflaje. De nada sirven las conciencias, eso son
recursos humanos que se agotan cuando nos atañe personalmente el drama.
Las mayorías absolutas deciden que por cantidad ganan, y en esa ganancia va
implícita la pérdida de libertad de las minorías...y también la de las
mayorías, que después del saciarse en el banquete del optimismo padecen acidez
de estomago.
Las miserias tienen sus guerras controladas, no aspiran a ganarla. Aceptan
su destino como una condena existencial, su inteligencia no emite estímulos de
regeneración, es una aceptación hereditaria, un acoplarse sin remedio, una
resignación involuntaria que acaba siendo un problema social, para los saciados
y para los insaciables.
Las miserias son necesarias para que otros puedan aceptar sus crisis,
mirando siempre al que recoge las sobras de esa crisis y nada objeta. Nuestras
crisis son un reajuste en los excesos, una posible apertura de conciencia, una
visión sin dioptrías, tal vez un desencanto de nuestras vidas, tan cargadas de
vicios y cacharros inútiles, que solo sirven para apaciguar el descontento.
Nada se puede hacer, decimos...es cierto. Nuestra guerra particular
consiste precisamente en adaptarnos a nosotros mismos sin la coacción de los
elementos que nos transforman, esos caprichos que fomentan el consumo y por lo
tanto generan empleo, un empleo al que optamos para poder ser a la vez
productores y consumidores, así pasamos la vida, gastando nuestras energías en
producir para consumir .
Por esa razón no nos queda tiempo para distinguir entre miserias y crisis,
convirtiéndonos demás en activistas que fomentan el descontento de aquellos que
saltan nuestras vallas, que invaden nuestros derechos, que nos avergüenzan con sus
pretensiones de querer ser como nosotros, que vienen a quitarnos el trabajo, el
exceso de pan, la sobrecarga moral que almacenamos en nuestras instituciones y
que nos reclaman derechos humanos.
Para que amargarnos la vida con problemas ajenos que solo nos atañen cuando
ensucian nuestros aseos y remueven nuestras basuras. Para que desperdiciar
nuestro intelecto en asuntos tan lejanos que solo bombardean nuestros medios
cuando los excrementos sociales rebosan salpicando nuestras sobremesas. Qué
necesidad hay de preocuparse por lo que no tiene remedio ni depende de nosotros
encontrar la solución.
No hay que amargarse la existencia mientras podamos amargar la de otros. Y
así, entre el convencimiento de lo irremediable y la convicción de lo imposible
arrastramos nuestras crisis con la pretensión de que otros, en mejores
condiciones que las nuestras, sean conscientes de ellas y nos ayuden a
resolverlas.
Mierda planetaria que abona una tierra destinada a la masificación
descontrolada y hambrienta. Humanos que cada vez, mas deshumanizados, hablan de
cultura y prosperidad, civismo y avances técnicos.
Y todo ello bajo un mismo sol, ese dios Ra que broncea la piel de los
afortunados y chamusca la de los desheredados.
En fin, que mi remordimiento no les amargue un minuto de existencia.
Comentaris
Publica un comentari a l'entrada