Canción de invierno




Busqué la caja en la que mi padre guardaba aquellas fotografías  tomadas en momentos, para él, únicos. Era aficionado a la fotografía y ciertamente tenía una sensibilidad especial para captar momentos: momentos que podían ser invisibles para otras personas. Quizás no le hice mucho caso, era su afición y tampoco le gustaba mucho compartir aquel apego que tenia a la sencilla máquina de hacer fotos que un día le regalé Ahora había fallecido y no me quedaba más remedio que hurgar entre sus cosas, para no deshacerme de algo valioso.

La tarea tristísima llegaba a su fin; lo último que me quedaba eran los cajones de su mesa del despacho que acababa de abrir con no poco esfuerzo, puesto que las llaves no aparecían por ninguna parte. Y allí estaba la caja. Nunca imaginé que podía guardarla allí. Tuve una sensación extraña y a punto estuve de tirar la caja a la chimenea que en aquellos momentos a causa del frío yo había encendido.

Yo sola en la casa, no quise que nadie me acompañara, por otro lado, lógico, porque no tenía hermanos, o si los tenía, hacía mucho que habían muerto para mi. Dejé ir los pensamientos negativos, ya tenía bastante en aquel momento.

Mi corazón empezó a latir fuerte delante de la caja en la que se encontraban aquellas instantáneas. Me pregunté, qué me pasaba, qué le pasaba a mi corazón, por lo que me costó levantar la tapa del pequeño cofre. En un acto de valor, la levanté y miré el interior. Estaba llena de fotos de paisajes. Empecé a mirar aquellos momentos inmortalizados. Eran bonitas, algunas preciosas, y así una a una las fui repasando todas con el corazón encogido de emoción.

No había nada especial, nada que tuviera más que un valor sentimental. Ya llegaba al fondo de aquel pequeño maletín, cuando paré la vista en una imagen muy especial. No reconocía el momento como en la mayoría, ni tampoco reconocía a la persona que a la derecha de la fotografía, casi saliendo del marco, caminaba en una actitud absorta, no podría decir si triste, aunque la postura echada hacia adelante, la cabeza baja y las manos en los bolsillos, así lo delataban.

Vi un río que atravesaba de parte a parte la imagen, parecía nevado o era el brillo de la luz terrorífica de aquel atardecer. Las márgenes del río estaban llenas de matojos que aparecían quemados, debía ser del frío y el viento del que hablaba la fotografía.  Se veían inclinados hacía la derecha, dos árboles, uno de ellos el que se situaba más a la izquierda lucía una copa frondosa, el otro casi no tenía ramas pero ambos transmitían un sentimiento de soledad infinita, con el follaje de color amarronado, apagado, color de lo quemado por el azote del viento frío.

Todo esto quedaba coronado de unos nubarrones grises, casi negros, con algún claro que hacía más patente la negrura de aquella bóveda. Fijé de nuevo la vista en la mujer ¿llevaba un pañuelo en la cabeza? No lo acababa de distinguir, pero sí que se apreciaba la acción del viento en sus ropas que volaban en sentido contrario a la marcha.

De pronto, sentí...¡¡Dios!! ¿Se había movido aquella falda de la mujer? ¿Se oía silbar el viento huracanado y todo adquiría movimiento? Empecé a temblar. Quise levantarme pero mi cuerpo no obedecía mis órdenes. Solté bruscamente aquel pequeño bulto que era la caja y las fotografías se desparramaron por el suelo. Sólo la que tenía en la mano, permaneció allí, pegada a mis dedos..

Di varias sacudidas pero no había manera de desembarazarme de ella y el viento soplaba cada vez más fuerte, los árboles se movían al son que aquel marcaba, el sonido del agua del río invadía mi cerebro y la mujer que al principio casi se salía del cuadro, ahora, se había dado la vuelta, sonreía y pude ver claramente su boca desdentada y su horrenda cara con las cuencas de los ojos vacías que se acercaba hacia los bordes como para salir de aquel horror del que tantos años llevaba presa.

El sudor corría por mi frente, quería gritar pero no podía, la garganta estaba seca y la mueca de horror en mi rostro era cada vez mayor. La mujer llegó  al borde de la foto, estiró su mano descarnada para tocar mi cara, en un intento aparente de acariciarme. No pude más y el grito de horror que por fin pude emitir, me despertó.


Montse G. 12 de mayo de 2018.  8:45 am

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