El cerezo
Era una casa antigua que daba a dos calles, tenía la entrada por la calle de arriba, y para salir por la otra calle había que cruzar la casa, un pequeño jardín con un cerezo, un pozo, un carro de “trabuc” muy antiguo y el huerto con una tortuga. Al final del huerto, una valla para que no se escapara la tortuga y una puerta que daba a la otra calle
El
cerezo del jardín era muy alto, al menos esto es lo que me parecía a
mí. Siempre que salía al jardín o iba hasta el huerto tocaba la corteza de su
tronco. Era lisa y de un marrón oscuro con tonos
rojizos El tronco era derecho y las ramas agrupadas. Cuando salían
las flores no solo acariciaba el tronco sino que me aseguraba que sus flores
siguiesen siendo blancas preciosas
pero muy efímeras, y contaba los cinco pétalos pasando el
dedo sobre ellos
Habéis visto alguna vez un cerezo? No es un árbol majestuoso
si solo veis el tronco, pero sus preciosas flores son una maravilla,
y sus frutos tienen una vistosidad y un manjar envidiable. Luego, en
invierno, se desnudaba despacio, sin alboroto, luego lo podaban
y quedaba así hasta la primavera.
Recuerdo que hacía un
verano suave. Aquella tarde el cielo estaba salpicado de nubes rojas
y rosadas y el sol jugaba con el cerezo antes de irse a
dormir. A “l'àvia Remei” le
hubiera gustado barrer las hojas que andaban de aquí allá, y amontonarlas a un
lado del árbol, pero tenía mucho dolor por culpa del reuma
que la poseía como un hombre dominante lo hace con
su mujer.
Se le torcían los dedos como las ramas de un viejo árbol,
y se quejaba de las piernas a cada dos pasos. Y yo era un niño
pequeño que jugaba bajo el porche con unos tapones de cerveza y de gaseosa como
si fueran jugadores de fútbol de dos equipos. En casa no había nadie
más.
Como se inició el
fuego siempre fue algo que no se supo nunca. Y de hecho, es lo que menos
importante en esta historia. En un santiamén, el cerezo ardía, y las
hojas, en llamas, no dejaban acercarse. En casa sólo estaba “l'àvia Remei”, una mujer que había perdido
hacía tiempo la agilidad. Sólo estaba ella y yo.
Que saben qué tienen
que hacer con un cerezo en llamas los niños, salvo mirarse,
mirarlo y esperar a que el fuego termine con él.
Creo que tiene
algo de perverso y sin explicación, el gusto de los niños hacia el
inmenso espectáculo del humo gris y blanco y las llamas de un rojo
intenso. Sí, creo que producen un placer poco usual.
De repente, llegó la
vieja tía Anita. Ella no
se quedó inmóvil. Cogió un cubo lleno de agua del pozo y lo lanzó
contra el cerezo, y contra la cepa. -Vamos, ayúdame-, me dijo. Pero yo seguía
hipnotizado, como si no estuviera allí en el jardín del cerezo, el carro, y el
pozo.
Ni los padres ni nadie
de la familia nunca me reprocharon nada, ni siquiera una insinuación
por mi falta de determinación. Era pequeño, ya se sabe.
Los años pasan
como un soplo. En el jardín, con el tiempo se
plantó el "árbol de
fuego" porque habían escuchado que
había una leyenda que se refería a un árbol que
crecía en el interior de un bosque y una noche se encontraba llorando
porque no tenía nunca flores. Sus gemidos y su llanto fue escuchado por el dios
Tupó que se apiadó de él y mando que todos los árboles se apartaran y que el
sol mandara todos sus rayos sobre su copa de donde brotaron una gran cantidad
de bellas flores rojas.
Plantaron el "árbol de fuego" en el lugar del
cerezo. Habéis visto alguna vez cómo son de encantadores estos árboles? Pero su
belleza nunca pudo borrar el cerezo del recuerdo. Ahora, que ya no
tengo cerezo, ni el "árbol de fuego”,
ni jardín, y solo me queda la vieja memoria, me doy
cuenta que lo que pasó aquel verano. Fue como una premonición: aquella
fascinación por el fuego, y la nula determinación ante el incendio
A veces se comete el
mismo error sin saber que el amor es como aquel cerezo. Quema con rapidez
y deja un poquito de ceniza esparcida en el alma. Ante el amor hay que tener
valentía, porque de nada sirve un "árbol
de fuego" muy grande y de flores rojas si lo que
preferimos es un cerezo.
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