El viejo caserón
La abuela le legó todo el
patrimonio con la condición de que no se desprendiera del viejo caserón donde
había vivido hasta la muerte y donde había concebido una hija. Del padre, nadie
sabía nada. El bisabuelo, que no estaba por tonterías, le obligó a someterse a
un exorcismo por temor a que no se tratara de un espíritu del más allá. Aquella
historia familiar siempre la había tenido intrigada, y ahora, con las llaves en
la mano, se sentía nerviosa por el hecho de tomar posesión de su reino. Y si la
abuela era una bruja? No puede ser, vaya estupidez!
Adelantó las vacaciones. Al llegar
al caserón, abrió de par en par puertas y ventanales para ahuyentar el mal
olor, aireó colchones y mantas. Ventiló los armarios, nido de polillas, y puso
una dosis infalible de bolas de alcanfor
para envenenar los inquilinos. En la cocina, se enfrentó con una comunidad de grandes
escarabajos que compartían alojamiento con una legión de grandes hormigas, bien alineadas, que
desfilaba por los estantes del bufete. La lucha con la columna enemiga, la dejó
derrotada. Tanto, que decidió ducharse y descansar. Se dejó caer desnuda sobre la cama y se durmió.
Al despertar, miró el techo y se
le escapó un grito. Un enorme lagarto
desdeñoso la miraba con ojos tenebrosos, inmóvil, con toda la comodidad, como
si el techo fuera suyo y estuviera dispuesto a defenderlo hasta el último
aliento.
Aun desnuda coge la escoba,
pero no le atemoriza, ni la pala de
cavar el huerto. Nada. El lagarto desvergonzado miraba su desnudez sin
inmutarse.
Ya tenía la manguera del
jardín apuntándole cuando él decidió lanzarse al vacío con tal puntería que se
aferra al hombro, desde donde la visión de sus pechos era, de otro modo, más
nítida. Fue entonces cuando recordó a la abuela. Bien mirado, quizá sí que era
bruja, y quién sabe cuántas sorpresas no lo esperaban antes de que se hiciera
noche cerrada: ratas, gatos negros, lechuzas... Quizá le vendría bien contar
con un compañero de aventuras. Se miró el lagarto y le dijo: «Quedas adoptado,
Paco». Y Paco sin apartar la vista las protuberancias femeninas, exclamó:
«Antes me tendrás que dar un beso». La inesperada respuesta le hiela la sangre.
Entonces, horrorizada, se preguntó por la verdadera naturaleza de los insectos
que había matado, pero sobre todo los que aun vivían.
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