Me sonrió y dijo: “Me gusta tu boina”
Llevaba una boina gris.
El vagón del metro iba lleno hasta la bandera. Tanto, que los botones de los
abrigos vecinos me clavaban. Me abrazaba en la carpeta del instituto para
protegerme de los golpes de los codos, quien sabe si también de la vida...
Cuando el metro se detuvo en la parada de Diagonal, estaba muy lejos de la
puerta. Ese camino corto hasta el andén se me figuraba como atravesar la selva.
Fue entonces que sentí
una mano que me tiraba, y no me resistí nada. Aquella mano me guió. Hasta que
no estuve afuera no supe a quién pertenecía. Hasta que no estuve afuera no vi
que tenía los ojos como los que yo soñaba, negros como no había visto antes, y
que era alto y delgado y llevaba una chaqueta de pana. Nos miramos unos
segundos. Me sonrió y dijo: “Me gusta tu boina”. Nada más. Después me fui a la
salida de Balmes, él, hacia el
transbordo. Desde la escalera me di la vuelta, y él también se giró e hizo
una señal con la mano.
Desde aquel día, cogía
siempre el mismo vagón, a la misma hora, con la confianza ciega que el
reencontraría. La persistencia tiene recompensa muchas veces. Al cabo de tres
semanas, lo vi de nuevo. Se detuvo en el andén y dijo: «Sabía que eras una
chica valiente». Le contesté que por qué. “Ya no haces cara de miedo”, aseguró.
Entonces, del bolsillo de la chaqueta de pana sacó una hoja plegada, un poco
arrugada porque hacía, quizás, días que lo llevaba. “Es para ti”, dijo. Y
caminó hacia el transbordo. Yo me quedé parada en el andén leyendo: “Te
recuerdo como eras en el último otoño. Eras la boina gris y el corazón en
calma. En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo... “. Cuando levanté la
cabeza y miré hacia las escaleras mecánicas ya no lo vi. Quizá se había girado
para hacerme una señal con la mano. Quizás...
Al cabo de veinte años,
veinte años desvanecidos como el humo, un día que iba al pediatra con Laia cogiditas de la mano y Roger en el cochecito, cuando estaba en el andén de
Diagonal, a punto de subir la escalera en dirección a la salida de Balmes, bajaba
un hombre alto y delgado. Se detuvo. “Quiere que le ayude?” Le dije que no era
necesario y lo miré. Entonces reconocí los ojos. Los ojos como los que yo
soñaba, negros como no había visto antes.
—Eres tú -me salió del
alma-. No te acuerdas?, llevaba una boina y me dijiste que era valiente.
—Lo siento -dijo-. No me
acuerdo.
Caminó hacia el andén,
desplegó el periódico y lo empezó a leer. No se giró. “Tu recuerdo es de luz,
de humo, de estanque en calma!” Como me gusta Neruda!, pensé, mientras una
lágrima me rodaba por la mejilla.
POEMA 6
Te recuerdo
como eras en el último otoño.
Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo.
Y las hojas caían en el agua de tu alma.
Apegada a mis brazos como una enredadera,
las hojas recogían tu voz lenta y en calma.
Hoguera de estupor en que mi sed ardía.
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.
Siento viajar tus ojos y es distante el otoño:
boina gris, voz de pájaro y corazón de casa
hacia donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas.
Cielo desde un navío. Campo desde los cerros.
¡Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma!
Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos.
Hojas secas de otoño giraban en tu alma.
Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo.
Y las hojas caían en el agua de tu alma.
Apegada a mis brazos como una enredadera,
las hojas recogían tu voz lenta y en calma.
Hoguera de estupor en que mi sed ardía.
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.
Siento viajar tus ojos y es distante el otoño:
boina gris, voz de pájaro y corazón de casa
hacia donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas.
Cielo desde un navío. Campo desde los cerros.
¡Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma!
Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos.
Hojas secas de otoño giraban en tu alma.
Se cuanto te gusta Pablo Neruda. Espero que lo disfrutes
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