El autobús. Una hora, las 6.50


  




Por más temprano que se levante, la mujer siempre va con el tiempo justo. Sin encender la luz para no despertar al marido, entra en el cuarto de baño, se pone bajo el chorrito raquítico de la ducha y lo hace rápidamente. Suerte que lleva el pelo muy corto. Se viste a toda prisa, desayuna un par de galletas maría y un café negro, llena la fiambrera con algo sobrante de la cena y la guarda en la bolsa. Después cierra la puerta de golpe y baja las escaleras corriendo desde el séptimo piso, mientras se pregunta de qué narices sirve un ascensor que nunca funciona. 

Sale a la calle. Un latigazo helado la despierta de repente. En aquella maldita carretera siempre hace viento, sea verano o invierno. Suerte que la parada del autobús no está muy lejos. Suerte que el cuarenta y uno la deja frente a la fábrica de galletas donde trabaja. Ojalá no haya tráfico o este mes perderá el plus de puntualidad.

Hoy, ha tenido que correr mucho para que no se le escapara el autobús. La carrera le ha dejado sin aliento y le duele el pecho cuando esto ocurre A veces tarda mucho en desaparecer,  pero el trabajo le impide ir al médico. Y el pinchazo en el pecho que la acosa desde hace días, o más... Como siempre, el cuarenta y uno va lleno hasta los topes. Tan lleno que no llega a cogerse a ninguna parte, y debería hacerlo, porque la carretera que va hasta el polígono está en un estado lamentable y el conductor toma los curvas torpemente. 

En un bache, la mujer pierde el equilibrio y cae. Un hombre joven se agacha para ayudarla. El hombre es como el que ella soñaba de pequeña: con la piel fina, las manos de dedos largos, los ojos claros, los labios carnosos... Lleva una camisa blanca bien abrochada y una corbata oscura. “Deje que la tome por el brazo, señora”. Por unos instantes, los cuerpos se frotan y le llega un aroma penetrante, viril. No puede evitar que el corazón le haga una sacudida fuerte. Inexplicablemente fuerte.

Ella se queda absorta, pensando cuán agradable  es que alguien te cuide. Apenas un instante después, el joven, siempre atento, le dice: “Vamos, señora! Hemos llegado a su parada”. Embobada, la coge del brazo y lo sigue. Ni siquiera se pregunta cómo sabe él cuál es su parada. El joven bien vestido la acompaña hasta la puerta de la fábrica, apunta una sonrisa y se despide: “Ha sido un placer ayudarla, señora!”. 

Sólo entonces se da cuenta ella que aquel edificio gris donde acaba de entrar no es la fábrica de galletas. Un frío helado, como el de la avenida, la invade, porque el encargado de aquel lugar desconocido, inclinado sobre una mesa metálica y fría, está atando una etiqueta en el  dedo gordo, grueso o hallux…  de una mujer calcada a ella. 




Ve que en la etiqueta está escrita una hora, las 6.50. La causa aún se desconoce.

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