EL HOMBRE DE LA GABARDINA


EL HOMBRE DE LA GABARDINA






El hombre de la gabardina metió el sobre en el buzón. Salió inmediatamente del inmueble, y seguidamente encendió un cigarrillo. Inició la marcha hacia la derecha y giró por la primera bocacalle. Recorrió la distancia, a pie, hasta llegar a un portal sucio y viejo en el que se coló. Antes de desaparecer en él, se volvió a asegurarse de que nadie le veía entrar. Inmediatamente pensó, que, qué más daba. Con una gran serenidad subió las escaleras que le separaban del primer piso, sacó una llave del bolsillo de la chaqueta, hizo girar la cerradura y entró.

No había nadie en el apartamento. Se dejó caer en un sillón orejero y metió la cabeza entre las manos. Así permaneció algunos minutos. Era un hombre joven, alto y bien parecido; el cabello oscuro, casi negro, caía lacio sobre sus hombros, que en aquel momento se movían convulsos a causa de los sollozos que le invadían. Cuando estos cesaron se dirigió a la cocina, cogió un vaso, lo lleno de agua del grifo, abrió un pequeño cajón en el que había algunos medicamentos, sacó algo, lo puso en la boca y apuró el agua del vaso. Fue a la habitación y se tumbó en la cama boca arriba. Su cara tenía un rictus amargo; al cabo de una hora aquel cuerpo no había hecho el más mínimo movimiento; ni tampoco a las dos horas; ni tampoco a las tres.

La mujer salió de casa para ir a trabajar como cada mañana, al regreso miró —como era su costumbre— el buzón de correos. La mayoría de las veces solo había alguna carta del banco o algo parecido. Aquel día se llevó una sorpresa. Solo había un paquetito envuelto en un papel rojo, tan rojo como la sangre. Y muy bien sujeto encima de él, un sobre, en el que ponía su nombre escrito a mano. El color del sobre era de un verde muy delicado. Lo tomó y subió las escaleras con el corazón galopante. Se paró ante la puerta del segundo piso; al primer giro de la llave la puerta cedió. Entró, colgó el bolso en el perchero, se quitó el abrigo que también colgó y se dirigió al salón, y allí, hacia el amplio y lujoso sofá que ocupaba un lugar preferente en la estancia. Se sentó. Dejó la caja sobre la mesa. Las manos, temblando —aquella letra la transportó a muchos años atrás— despegaron torpemente el sobre. Desdobló la carta y leyó:

Querida, jamás imaginé que esto me ocurriera; jamás pensé que esto nos ocurriera. ¿A nosotros? Que desde niños lo habíamos compartido todo, que habíamos soñado con el momento de escapar de nuestras familias, que lo que tuvimos que esperar fue un martirio, compartido a través de gestos y miradas, siempre en la distancia, siempre rodeados de gente. Te recuerdo paseando con otras muchachas del pueblo; me recuerdo acercándome a molestaros solo para que me dedicaras una de aquellas miradas que, sin saber el porqué, aceleraban mi corazón y mi cuerpo te llamaba con aquella furiosa inmediatez. Siempre supe que serías la mujer con la que compartiría mi vida. Y cuando cumplimos, tú 18 y yo 22, nos fuimos lejos a compartir piso. Yo, quería que nos casáramos, pero acepté tus condiciones y no lo hicimos.

¿Qué ocurrió después? Durante algunos, bastantes años, fuimos la pareja más feliz del mundo y de pronto todo cambió. Empezaste a ser huraña, me esquivabas cuando te buscaba en la intimidad, te veía triste... no hablabas; no decías nada, te preguntaba una y otra vez y tú callabas, huías, te marchabas, dejándome en el desconsuelo más doloroso. Un día al despertarme, al abrir los ojos, vi, sobresaltado que no estabas a mi lado, y aunque podrías haber estado en cualquier zona del piso, supe que te habías ido. El temor insistente de los últimos tiempos, se había hecho realidad: la tortura que me invadió, era directamente proporcional a la inmensa felicidad vivida durante aquellos años.
Inicié tu búsqueda. Nadie supo decirme nada. Tus padres también te buscaron con el mismo resultado. Tuve que sufrir la sospecha de la policía, que finalmente me dejaron en paz porque no había ninguna prueba ni testimonio que pudiera hablar, más que, de cuánto yo te quería.

Pasaron los años. Pero no me di por vencido y, ya ves, para desgracia de ambos, te he encontrado.
He cambiado, el dolor continuado puede hacer cambiar a la gente. Ya no soy aquel muchacho. Ahora soy...somos, dos extraños. Quizás habría mucho que decir, pero como te menciono, no soy el mismo. Nada me importa. Lo único que me mantuvo vivo durante todo este tiempo, fue: primero el dolor, luego la esperanza, luego el odio inmenso que me ha traído hasta ti... Ahora no queda ni dolor ni odio, pero sí, esperanza: Espero ver la luz, al final del corredor oscuro que me envuelve y unas manos extendidas que me guíen, sanen mis heridas y salven mi alma.

Llegó al final de la misiva y en sólo unos segundos su rostro adquirió la lividez de la muerte.

M. G. (22 de mayo de 2018)

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