El mar, su confidente.

 

 Laura vivía entre un camino lleno de polvo muy cerca de la mar. Su  casa era sencilla, a nuestros ojos como europeos, muy cercana a la indignidad a nuestros ojos. Era un desastre para nuestros, porque si hay algo que nos supera y juega en nuestra contra es el desorden. El funcionamiento óptimo, ya sea social, político, económico o de cualquier otra índole, debe ser entendido dentro de lo sistemático y lo normativo. Lo caótico es inverso al orden de colores y materiales que se sostenían en un equilibrio mágico.

 Cuando barría ante la puerta, siempre lo hacía de este a oeste, para que la humedad del mar, siempre su confidente, pudiera absorber aquella tierra polvorienta: durante unos instantes el polvo quedaba suspendido en el aire hasta que la gravedad lo  atraía y una ola se lo llevaba mar adentro, haciendo un poco menos complicado el trabajo de barrer.

Cuando el viento soplaba del norte, se dedicaba a descansar en la hamaca, suspendida entre dos palmeras, encontrando en el estado horizontal de la hamaca un estado de serenidad que nunca podía alcanzar desde la verticalidad.

Pero no era siempre del norte donde soplaba el aire, a veces el viento venía del sur y soplando  llevaba novedades, a menudo en forma de viajeros que caminaban curiosos hasta su propiedad. Ella siempre los recibía con una sonrisa y una pipa fresca abierta, para que pudieran calmar la sed con el agua de coco, que además decía que aliviaba las inquietudes. Se decía que uno de los visitantes había sido más de cinco días sentado en el tronco de un árbol sin moverse, con la mirada perdida en el cielo y girando muy  lentamente el cuello para contemplar el recorrido del sol, la luna y las estrellas.

Laura  también se dejaba guiar por las mareas del mar, orientadas por la luna. Tras el pleamar siempre arrancaba las malas hierbas del huerto como habían hecho sus antepasados, y cuando la marea llegaba al punto más bajo alimentaba la tierra con cáscaras de huevo y posos de café, el alimento de los viejos sabios del lugar. Con el paso de los años había aprendido a sentir en qué momento mágico de la tarde se invertía la brisa marina para dar paso a la brisa de tierra. Siempre aprovechaba este momento para visitar el mar y sentir el agua fresca a los pies. Entonces, allí liberaba sus  secretos y sus miedos que  tanto le acompañaban, sintiéndose libre ante la inmensidad azul que la recibía con los brazos abiertos.

Y así era la vida de Laura, era como un reloj, marcada por el ritmo de las brisas y las mareas, el viento y el sol. Suave, previsible y cálida. Tan hipnótico era todo, tan perfectos los cambios  que no vieron las señales que anunciaban el desastre. Y un buen día, el mar desapareció.

Laura se dio cuenta cuando el sonido del océano dejó de mecerla, mientras recogía las sábanas extendidas al lado del camino y apartadas del polvo. Primero, su incredulidad la hizo caminar hasta el límite donde solían romper las olas, en la línea de sal reseca. Después,  intranquila, miró hacia el horizonte buscando la línea azul que no encontró.

Respiró profundamente: el   mar, tan elogiado, tan loado, tan ensalzado.  Tan contemplado, tan temido y  tan querido, había dejado paso a un desierto de tierra seca. Por un tiempo movió la lengua dentro de la boca, para sentir un sabor a sal que penetrara hasta el fondo de la garganta.

 Quién sabe si tal vez solo fue el recuerdo de aquel sabor salado del mar o quién sabe si fueron las lágrimas, que no encontraban el camino.

Ante la certeza de la desaparición le quedaron las manos heladas, y los dedos nudosos aferrados al borde del vestido de colores y los pies como si se trataran de  raíces, hundidos en la arena.

Y así estuvo hasta después de la puesta del sol, María caminó hacia su vieja casa, pero ni siquiera supo entrar. Cogió el viejo machete de su abuelo  oxidado para abrir una pipa de la pila que tenía reservada a los viajeros. Esa noche sería ella la que emprendería un largo camino. Se irá a tumbar sobre un tronco para beber el agua muy  lentamente, indiferente a las picaduras de los mosquitos. La dulzura del agua de coco la hizo sonreír, vertiéndole un poco del líquido fresco sobre la piel. El sonido de los grillos cantando era el protagonista de la noche, y ella casi era una rama más del árbol. Cerró los ojos y viajó lejos, muy lejos,  soñando en un mar que algún día había existido.

 

 

 

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